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Relato: La distorsión del ego (2)

  • Noelia C.
  • 7 oct 2017
  • 7 Min. de lectura

Allí se quedó, inmóvil, esperando que la fría y solitaria mano de la muerte le diera el golpe final. Sus ojos estaban cerrados con fuerza, no se atrevía a abrirlos. Oyó una respiración muy cerca, a escasos centímetros de su rostro. Pero no pasó nada. Entonces, abrió los ojos. Estaba solo en aquel pasillo, débilmente iluminado debido a los primeros rayos del sol de la mañana. Inconscientemente puso una mano en su pecho herido y el dolor le hizo volver a la realidad. Debía examinarse y curar la herida para evitar una infección.

Entró a la habitación, aquella que habían visto sus ojos por primera vez cuando despertó en aquel lugar, y se miró en el espejo. No eran heridas profundas y parecían arañazos humanos. Comenzó a sudar de nerviosismo, el cabello comenzaba a pegarse en su frente y su mente se llenó de preguntas. Pero esas preguntas no importaban ahora. Se quitó lo que quedaba de la camisa y limpió el resto de sangre que había por su piel. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, era un buen médico. El problema sería encontrar el material necesario para curarse. En realidad, ¿cuál era el problema? Estaba en un centro psiquiátrico, solo tenía que buscar.

Recorrió el pasillo y comenzó a abrir cada puerta que se encontraba. Vacío. Sintió la pequeña brisa que emanaba de cada estancia, el olor a antigüedad y humedad envolvía el ambiente, el suelo de mármol había sufrido el paso del tiempo y su apariencia era tosca y sin brillo, las paredes de papel pintado estaban realmente perjudicadas y hechas jirones en algunos recovecos. Pero eso era todo. Tenía que reconocer que aquello le incomodaba. La última puerta no se abrió. Se vio forzándola, angustioso, como si detrás estuviera su salvación. Pero la puerta era sólida y, como la de su actual habitación, parecía en muy buen estado. No le quedaba otra que mirar en la planta de abajo. Recordó la sala que descubrió el día anterior, aquella que le había provocado náuseas, y supo que ahí tendría que haber un botiquín. La idea le desagradó pero no quería perder más tiempo.


Allí estaba, frente a la doble puerta que le llevaría a una habitación caótica y nauseabunda. Y la abrió. De nuevo aquel repulsivo olor viajó por sus fosas nasales. Se tapó la mitad de la cara con la mano creyendo que así podría paliar aquella sensación. Comenzó a andar por la sala buscando con su mirada algo que pudiera ayudarle. Llegó al final de la sala, quedándose frente a una puerta que le llevaría a otro lugar. ¿Quería abrirla? No, no quería, pero debía hacerlo. Le llevó un pequeño esfuerzo conseguir abrirla. Un nudo en la garganta y una pequeña presión en el pecho se dieron paso en su cuerpo. No podía creer lo que estaba viendo sus ojos. La habitación estaba rodeada por mesas colindantes a la pared repletas de sangre y herramientas. Se acercó, curioso, para comprobar si se trataban de instrumentos médicos. Y allí había de todo, desde varios escalpelos sucios hasta martillos manchados de sangre. No sentía miedo, la curiosidad abrumaba su mente. ¿Qué era aquel lugar? No podía responder a esa pregunta, aún no. Lo que sí supo es que aquellas herramientas podían servirle de defensa. Cogió un martillo y una pequeña sierra de mano y se lo ajustó todo al cinturón. Después buscó entre las cajas, con cuidado de no tocar nada cortante, algo que pudiera ayudar a su herida. Lo único que encontró fue una botella de cristal que contenía alcohol y unas vendas de las que no se fiaba nada. Salió de aquella sala de los horrores sin mirar atrás.

Necesitaba agua y no solo para limpiar sus heridas, también para aliviar la sed que quemaba su garganta. Recordó que el día anterior investigó la zona pero no encontró ningún cuarto de baño ni ninguna cocina. Sí vio unas escaleras que bajaban a una planta subterránea. ¿Tenía otra opción aparte de bajar aquellas escaleras? Sí, podría huir entre la maleza y con suerte algún animal salvaje acabaría con su existencia. Por un momento le tentó la idea. No, no podía acabar así, tenía que volver a ver a su mujer y a su hijo aunque fuera por última vez.


Bajó las escaleras en las que se encontró dos descansillos provocando que girase en su camino. La oscuridad que le rodeaba mientras bajaba fue desapareciendo, podía vislumbrarse una tenue luz en un tramo de un largo pasillo, el de una bombilla solitaria. Continuó, era la única salida. Miró hacia arriba una vez estuvo bajo la bombilla. La luz parpadeaba asiduamente. Giró la cabeza a su izquierda porque le llamó la atención un relieve de la pared. Lo tocó, era una caja. ¿Podría ser…? Consiguió abrirla y era aquello que sospechaba, un cuadro eléctrico. La mayoría de los interruptores estaban apagados. No dudó ni un segundo en encenderlos, con lentitud. Aquel pasillo comenzó a iluminarse gracias a unas pequeñas lámparas colocadas en la pared. Por fin pudo ver el final del pasillo.

Una puerta más. Comenzaba a temer lo que había tras las puertas de aquel lugar. Sentía como si en algún momento un monstruo se fuera a abalanzar sobre él al abrirlas. Abrió la puerta sin mucho esfuerzo y, de nuevo, un pasillo pero con marcos sin puerta que permitían entrar en otro lugar. No le gustaba. Pese a haber luz, la luminosidad era deficiente. El suelo estaba húmedo. Lo único que escuchaba era un goteo continuo en algún lugar. Al menos, había agua. Se abrió paso y miró por los huecos que había en la pared sin acercarse demasiado. Un escalofrío recorrió su espalda. Eran habitaciones con una única camilla y aparatos extraños. No hacía falta ser muy inteligente para saber que allí trataban a los pacientes– más bien torturarlos–.

Por fin vio algo que podría ayudarle. Aquella habitación era amplia y estaba vacía, en el suelo había varios desagües y multitud de duchas en la pared. Le recordó a un aseo carcelario. Abrió un grifo, rezando a un dios que no creía para que saliera agua por él. Salió un agua sucia, amarillenta, a borbotones, dando paso finalmente a un agua más clara. Y se metió debajo. No le importó si aquel agua era potable o no, bebió de ella como si no hubiera bebido agua en meses. Se frotó con las manos su pecho herido mientras el agua resbalaba por su cuerpo. Sus zapatos y su pantalón se empaparon, en aquel momento le era indiferente que fueran de marca. Vertió un poco de alcohol directamente en su pecho sin salir de aquel chorro de agua que le pareció milagroso. Quiso gritar de dolor pero se contuvo. Un fuerte ruido le sobresaltó e hizo que se girase, miró hacia el pequeño trozo de pasillo que podía verse a través de la puerta. Continuaron los ruidos. Lo asemejó a algo metálico y pesado cayendo al suelo. Su pulso se disparó y su instinto le gritó que saliera de allí. Corrió como nunca antes lo había hecho, sin mirar atrás y con algún resbalón, por aquel pasillo. Cerró la puerta y subió las escaleras. Su rostro era una mueca de absoluto horror. Sentía que el único lugar seguro era su habitación. Su habitación… Odiaba referirse a ella de ese modo. Llegó y cerró la puerta. Se quedó sujetándola como si su vida dependiera de que aquella puerta se mantuviera firme. Quería llorar de aquella presión que sentía en el pecho. ¿Era miedo? ¿Qué era? Se dio la vuelta, ansiaba tumbarse en la cama. Pero quedó petrificado al ver que había comida y agua en la mesilla y ropa limpia en la cama. Su corazón volvió a dispararse.

—¿Quién eres? —gritó desamparado —¿Qué quieres de mí? ¡Déjame marchar! —comenzó a llorar, confundido y agotado.

Alguien estaba gastándole una broma de mal gusto. Alguien estaba jugando con su mente. Alguien le odiaba tanto como para verlo sufrir de terror. La ira inundó su pecho. Él no era ningún muñeco, no podían tratarlo de aquella forma. ¡Él era un respetado médico de Limerick! Se tragó el odio y decidió no ser un pelele en aquel juego. Iba a ser el verdadero protagonista. Comió con ansia la comida pues su estómago hacía tiempo que lo pedía. Se vistió con esa ropa que supo desde el principio que le pertenecía. Eso fue lo que no le gustó. Si alguien había hecho daño a su familia, le haría sufrir hasta la muerte. Y él sabía cómo hacerlo. Se tumbó en la cama, agotado, y se quedó dormido en un instante.


Había oscurecido. Parecía que estaba teniendo un sueño apaciguador y eso no le gustó a ella. Le había estado observando durante varios minutos. Subió a la cama y gateó encima de él grácilmente. Sus movimientos eran lentos. No quería despertarle por culpa de un movimiento brusco, aunque tampoco podría hacerlo. Acercó su rostro al suyo e inspiró el aroma que desprendía su piel. Sus labios se posaron en su cuello. Lo besó y lamió con sutileza. Sus manos acariciaban su cuerpo sobre la ropa. Comenzaba a despertarse. Entonces, le besó con una pasión irrefrenable. Estaba confundido pero su cuerpo comenzaba a calentarse y se dejó llevar. Tienes una mujer que te quiere, qué estás haciendo. Forzó el fin del beso y la miró. Era aquella mujer de ojos verdes que le miraba desde lo alto de la escalera. Y era realmente hermosa. Ella volvió a besarle pero él, de nuevo, paró.

—No… no puedo. Estoy casado. —Ella rio con dulzura.

—¿Acaso crees que soy... real? —dijo antes de volver a besarle. Y él no puedo rendirse de nuevo. Pasó una mano por los cabellos de la mujer y otra por su cintura, correspondiendo el beso, dejándose llevar por la excitación. “Richard… ¿Por qué me has engañado?” La voz de Lois, su mujer, retumbó en su cabeza.

—¡No! —gritó. Quería empujar a esa mujer, quería obligarla a responder sus preguntas. Pero no había nadie. Se incorporó de la cama, horrorizado, mirando a su alrededor. ¿Lo había soñado? No, imposible, aquello había sido muy real. Aquella mujer había desaparecido, tenía que haber desaparecido. Pasó sus manos por la cara, apartándose el pelo y quitándose el sudor. Estaba agotado mentalmente así que se echó de nuevo en la cama. Se hizo un ovillo e intentó olvidar lo que acababa de suceder. Porque… ¿Había sucedido?


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