Relato: La distorsión del ego (1)
- Noelia C.
- 7 oct 2017
- 5 Min. de lectura

La claridad de la habitación crecía con el paso del tiempo. Hacía frío. Las cortinas se mecían con el hálito del viento. El silencio sería absoluto de no ser por el sonido de las constantes vitales de un hombre que reposaba en la cama. Su respiración dejó de ser pausada, aumentaba con vehemencia, del mismo modo que lo hacían sus movimientos, antes inapreciables. Abrió los ojos y se incorporó de la cama con suma rapidez. Su rostro denotaba temor y comenzaba a rezumar pequeñas gotas de sudor frío que resbalaban por su piel. Su pecho se movía acelerado, casi al borde de la taquicardia. Se pasó las manos por la cara para cerciorarse de que aquello no era un sueño. Y no lo era. Su ritmo cardíaco comenzó a normalizarse. Entonces su mirada recorrió la habitación y su mente se nubló de dudas.
¿Dónde estaba? Aquel lugar le era completamente desconocido. Intentó recordar cómo había llegado allí pero fue inútil, su memoria se había colapsado en algún momento en el tiempo. Se sentó en el borde de la cama y fijó su mirada a la mesilla que estaba al lado. Encima reposaba un vaso de agua y un pequeño bote de pastillas. Recordaba aquel bote. Sin ninguna duda, era suyo. Se trataba de las pastillas que tomaba para aliviar sus jaquecas. Era un buen momento para tomarse una de ellas. O dos. Y así lo hizo. Cerró los ojos, sentía su cuerpo temblar. Agachó su torso hacia sus piernas manteniendo los brazos, inertes, encima de ellas. ¿Por qué no era capaz de recordar? Pasó los minutos, pensativo, intentando que algo iluminara su mente.
Finalmente, se resignó y se levantó de la cama. Frente a ella reposaba un ostentoso espejo rectangular que parecía provenir de otra época. Se miró en él. Sabía quién era. Un hombre de 46 años, con pelo cano no demasiado largo, tenía unas ligeras arrugas dibujadas en puntos clave de su rostro y profundas ojeras marcadas bajo sus ojos. Pese a no recordar haberse visto tan cansado, era un hombre atractivo. Hubiese deseado ver reflejada su alma en vez de su físico. Ansiaba saber la razón de aquella desazón que presionaba su pecho.
Se dispuso a salir de la habitación, indeciso, pues no sabía qué le deparaba el otro lado de la puerta. La imagen era completamente diferente a la que tenía dentro de la habitación. La claridad era notablemente inferior, la apariencia nefasta y había un intenso olor a humedad. Recorría el pasillo con la mirada preguntándose por qué parecía todo tan antiguo y descuidado en comparación con la habitación que estaba a sus espaldas. Sentía la urgente necesidad de salir de allí. Se abrió paso por el pasillo con celeridad, sin mucho ojo observador, hasta que divisó una escalinata de mármol por la que podía bajar. El silencio le hubiese vuelto loco de no haberse centrado en el sonido de sus pasos. Tenía miedo, no entendía nada.
Llegó a lo que parecía el recibidor de aquel extenso lugar y abrió la puerta. Algo en su fuero interno le había dicho que aquella puerta no cedería pero lo hizo con suma facilidad. No estaba atrapado. Salió de la casa, más sosegado, y sintió los rayos de un sol otoñal calentando su cara.
No le gustó lo que vio a su alrededor. Un espeso bosque de tonos rojizos y ocres se abría ante él. Corrió rodeando la casa en busca de una salida accesible pero la imagen era siempre la misma. Hubiera deseado adentrarse entre la maleza y correr hasta no poder más pero sabía que no le daría más que problemas. No era una buena idea. ¿Debía volver a entrar a…? Echó un vistazo, esta vez con más detalle. Aquel lugar no era una casa, no era una mansión, no lo parecía. Parecía una edificación pública. ¿Una cárcel, un hospital, qué era aquello? Buscó por la zona algo que pudiera responder aquella pregunta. Y lo encontró. “Hospital Psiquiátrico de Melborn.” Un escalofrío recorrió su espina dorsal provocando que su cuerpo se erizara por completo. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué no había nadie? ¿Dónde está Melborn? No había oído en toda su vida una ciudad llamada así. No sabía si quería entrar de nuevo, no le daba buena espina. ¿Qué podía hacer entonces? Entró. De nuevo, ese silencio sepulcral le puso, aún si cabe, más nervioso.
—¿Hola? —preguntó, sintiéndose estúpido. No hubo respuesta, no le sorprendió.
Tenía que buscar información, saber en qué parte del país estaba y cómo había llegado hasta allí. ¿Por qué no recordaba nada? Caminó por la estancia, buscando algo que pudiera servirle. Vislumbró una puerta doble que le llamó la atención y no dudó en abrirla. Se encontró con una sala repleta de camillas con sábanas hechas jirones, el suelo y las paredes estaban sucios e incluso creyó ver sangre, comida podrida llena de insectos y un fuerte olor a algo que no sabía describir. Le entraron arcadas, tuvo que taparse la boca para evitar vomitar. Aquello era asqueroso. Decidió cerrar la puerta y no volver a entrar. Y continuó investigando.
Deseó caer al suelo y echarse a llorar. La situación conseguía apesadumbrarle. Ansiaba estar en su casa, abrazando a su mujer, jugando con su hijo, divirtiéndose con ellos. ¿Por qué tenía que estar allí? ¿Qué significaba aquello? Un teléfono. Sí, había un teléfono en una de las habitaciones. Corrió hacia él, lo descolgó y comprobó si daba tono. Pero solo obtuvo el silencio como respuesta. Comprobó el cable que lo conectaba a la luz. No había cable. En su rostro se dibujó una mueca de incredulidad y miedo. Lanzó el teléfono contra una pared, lleno de ira y se echó al suelo, apoyando su espalda contra la pared. Lloró desconsoladamente, tal como había deseado y había reprimido.
Pasaron las horas, la luz de la estancia se disipaba con rapidez. Hubiese querido que fuera del mismo modo con su arrebato. Entonces, escuchó algo. Unos pasos. Sí, estaba seguro de ello, había alguien allí. Salió de la habitación buscando desamparado el causante de aquel reconfortante ruido. Sentía esperanza en su corazón.
—¿Hola? ¿Dónde estás? ¡Estoy aquí! Por favor, necesito ayuda, no sé dónde… —y la vio. Una figura en lo alto de la escalinata. Una mujer muy bella de cabello castaño, largo, con vestimentas actuales y unos ojos verdes que se clavaban en su alma. Aquellos ojos no eran normales, parecían los ojos de un depredador. —¿Quién eres? ¿Qué hago aquí?
—Tú lo sabes —dijo la desconocida. Sonrió. Le pareció una sonrisa burlona, déspota.
Subió las escaleras todo lo rápido que pudo, aquello no podía quedarse así, tenía que saber quién era. Sus ojos la perdieron durante un instante, solo un instante, y ya no estaba. Abrió los ojos a causa de la sorpresa y el enfado. Gritó con ira y desesperación, corrió buscando a aquella mujer pero no estaba. No sentía miedo, sentía rabia, golpeó una de las paredes una vez. Y otra. Y continuó haciéndolo hasta hacerse heridas en las manos. Gritó una última vez, un grito desgarrador, antes de echarse a llorar. Y se quedó ahí, en el suelo, llorando hasta quedarse dormido con la imagen de su familia nítida en su mente.
Quizás podría adentrarse en un mundo onírico en el que aquello no era real y en el que pudiera ser feliz. Quizás.
Dos estruendos rebotaron en su mente, una oscuridad se cernía sobre él. No podía moverse, no podía chillar, sabía que iba a morir sin saber por qué. Sintió un escozor y dolor intenso en el pecho. Iba a morir e iba a sufrir. Llegaba el último golpe y aceptó la derrota.
Despertó, de nuevo, con la respiración acelerada. Había sido un sueño, un sueño terrible. Pasó la mano por el pecho, lugar donde había sentido un dolor intenso pero irreal. Frunció el ceño confundido tras mirarse la mano. Estaba cubierta de sangre. Su camisa estaba destrozada y su pecho herido. Se levantó del suelo, asustado, apoyándose en la pared pues sentía que caería desplomado. Una risa. Escuchó una risa efímera pero muy clara. Su mirada iba de un lado a otro. Temía que el destino reservara un horrible fin a su fútil vida.
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